Leo un adjetivo, descabalgado, trabucado, como si me tropezara con él a mitad de frase, como el que camina sin luz por un pasillo a oscuras. Hay literatura que brota del texto en una ceguera temporal, un apagón violento, una incomprensión momentánea. No es producto de metáforas vaporosas, adjetivos elegidos con precisión, impecable labor de orfebrería. No. Es algo más abrupto, imperceptible. Surge cuando una palabra se escapa del texto como si el maestro escritor hubiera errado el golpe de cincel y arruinara, con el fallo, toda la escultura. Una esquirla solitaria de mármol que se ha caído por la rendija del ascensor y se zambulle en el vacío para perderse. Ese instante, ese segundo, es donde el lector, desesperadamente, continúa leyendo para salir a golpe de remo de un meandro arenoso para evitar que se enfangue la historia. Nunca un texto recién escrito puede ser literatura. Como la viga no es viga hasta que pasan los años y toma conciencia de que sujeta el tejado, ni la teja es teja hasta que adquiere el oficio de endurecerse sin romperse, para repeler las trombas en las tormentas y las gotas de agua más livianas en las lloviznas. Algunos cuentan que la literatura es la maestría, lo excelso, muy al contrario creo que la literatura es cómo llega el lector ahí, el sendero plagado de taras que recorre. Exige un esfuerzo y cierta esclavitud. El lector, pese al fallo, en un acto de fe, rechazando la libertad de su criterio, enconado en no soltar la mano del escritor en esa décima maldita, continúa leyendo. Hay lectores que acompañan al escritor al cadalso, a la frontera del olvido. Este viaje se realiza siempre en vida de los dos. Existen escritores que escriben agonizando, su obra se muere con cada lectura del lector sabio que intuye que lo está acompañando a su expulsión del parnaso, tras la muerte. Los libros necesitan miles de lecturas para ser literatura, sin la sabiduría de los lectores pasados no sabríamos por dónde empezar, ni cómo orientarnos. Así que cuando sopla el levante en el texto y los lomos de los adjetivos se erizan poniéndose del revés, ocurre que lo limpio y lo grandioso se aleja. Las musas comienzan, cuando estamos releyendo, a matarse unas a otras de aburrimiento, ahí surge el gran secreto. En la pura imperfección cuando, en frases salpicadas de cieno, los adjetivos de barro atrapan los cuerpos de cientos de insectos muertos que son los acentos y las comas.
Pasamos la mano por el texto y la recogemos repleta de polvo porque lleva años sin que nadie lo lea. Avanzamos con fidelidad, de nuevo en un acto de fe en la creación, en la mística de las palabras, en su musicalidad inarmónica, en las aliteraciones imprevistas de un mal traductor, pequeñas y fofas nubes que se han desgajado de una nube grande y hermosa que es nuestra lengua. Ese día, el lector posee el poder de sanación casi místico de alargar el impulso creativo del escritor. El lector puede acariciar la mancha de nacimiento del texto, las palabras desorientadas, núbiles, tan frágiles como un recién nacido, tanto que parece que la página va reventar en mil pedazos sin posibilidad de restauración en la derrota.
Por ello, ningún texto recién escrito ,en el que las moléculas que conforman cada palabra giran a la velocidad de la luz como estrellas catapultadas, puede ser bautizado como literatura. El calor de los ojos que leen, la fe, la compresión, la fidelidad, la promesa para seguir leyendo y salvar el texto, eso es la literatura. Repito, es en los textos deformes, rotos, con frases quebradas, como abetos salvajes que con sus ramas secas se protegen como un puerco espín, cuando la escritura va más allá y con suerte adquiere, sin llegar a aprehenderla en propiedad, sólo en ese vivaz usufructo, marchamo de eternidad. Únicamente entrando de lleno en el lenguaje derribado de un escritor, salvándolo, sorteándolo, casi con una amistad y admiración incólume, con la lectura desasosegada, se avanza en una unión colosal. Y sólo en determinados casos, cuando esa sociedad desigual quiebra la resistencia del lector y arrasa su criterio, ocurre el milagro, es posible viajar al infierno de las palabras que para escribir ese texto fueron desechadas por su autor, sostener entre las manos, no el texto que estamos leyendo, sino el que pudo ser y que nunca fue elegido.